
HISTORIA DE MI CABALLO MORO
( continuación y final )
Esa noche había finalizado (eran las 3 de la madrugada cuando mis padres pudieron convencerme de ir a dormir) con la satisfacción de haber asistido al nacimiento de mi tan esperado potrillo, enervada por tanta expectativa y muy, pero muy feliz, porque siendo machito me pertenecía por el derecho adquirido cuando papá lo resolvió así.
Mi hermano aceptó sin protestar y acerceándose a mi, me preguntó que nombre le iba
a poner.
Yo no lo había pensado, pero al verlo con ese color tan negro, impulsivamente dije
¡ Moro! se llamará Moro. Y entonces, posiblemente para no perder todo su derecho
sobre él, mi hermano me edijo ¡ lo bautizaremos y seré su padrino!
No pude contener la risa y lo abracé fuertemente diciéndole ¡¡ Claro que sí, acepto !!
e
Lo que parecía un absurdo, unos días mas tarde lo hicimos realidad. Nos reunimos
toda la familia, los peones de campo de mi padre y algunos amigos en un simulacro
de bautismo muy emotivo. Papá dijo las palabras que hubiesen correspondido a un sacerdote y echó un chorrito de agua en la “cerviz” de Moro, mi hermano y yo lo abrazamos, dando fin a la ceremonia y como era cerca del mediodía y mamá había preparado un pequeño festejo, el brindis fue para el agasajado potrillo.
Si fuera a relatar una a una las situaciones vividas junto a Moro ; su crecimiento,
su vitalidad, sus destrezas, su comportamiento y todo lo que recuerdo de él, sería
imposible insertarlo en este post. Por lo tanto trataré de simplificar el relato para no cansar a nadie.
Narraré sintetizando en lo posible, los sucesos de importancia, como ser:
A su debido tiempo hubo que herrarlo para proteger sus cascos de la agresividad
de los caminos enripiados.
Había cumplido ya los tres años. A esa edad era ya tiempo de empezar a montarlo:
pero según mi padre había que domarlo antes.
¿ Domarlo?¿ a quien se le ocurre mortificar a Moro con el agravio de que alguien desconocido, se encarame a su lomo y a rebencazos y palabras nunca antes oídas
por él, tratar de que le obedezca en todo? ¡ No papá ¡ yo montaré a mi caballito
que para eso lo vine preparando desde pequeñín, con mimos y caricias para lograr
su confianza y estoy segura de poder hacerlo.
Papá se encogió de hombros “allá tú” me dijo; el porrazo te lo darás tú no yo y se fue malhumorado.
Mi hermano me preguntó ¿te animas? y yo asentí.
-Tenemos que ponerle una montura y no esta acostumbrado todavía a la cincha
- No te preocupes, lo haré sin montura, así en “pelo”
- ¿ Estás loca ?
- Ya verás que no, Tú simplemente, ponle unas riendas de soga y ayúdame a subir.
Y lo hicimos.( lo que ni el ni nadie sabía es que yo lo había hecho ya algunas veces) porque Moro ya conocía a su pequeño jinete.
Papá miraba desde lejos, atónito, como Moro echó a andar, con paso muy sereno y
algún relincho, quizás de felicidad.
Yo sabía montar desde pequeña, pero ese era mi primer paseo con testigos, sobre
mi adorado caballo. Primero fue al paso, luego al trote y en un galope (no muy
veloz) recorrimos un gran trecho y volvimos al lugar de donde partimos ante el
asombro de mis familiares que no lo podían creer.
Nunca permití que le pusieran una silla de montar. El y yo estábamos habituados
así y mi hermano aceptó las reglas.
Los cielos azules, las verdes praderas, los amaneceres y las puestas del sol, las
montañas que por la distancia se tornaban azules, el arroyo que nos mojaba a los
dos al cruzarlo y todo el entorno paisajístico de mi pueblo tucumano, pudieron
presenciar nuestros paseos, solos o acompañados en cabalgatas domingueras,
de juveniles grupos de amigos, en felices e inolvidables jornadas.
Hasta que, en aquella nefasta tarde, en que regresaba a casa en el sulky tirado
por Moro, ocurrió el trágico accidente que truncó la vida a mi precioso caballo.
Doloroso episodio en el comienzo de esta historia que hoy llega a su fin.
Juliana Gómez Cordero